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Durante más de un siglo, los libros de historia económica han repetido una narrativa conveniente: la estricta Ley de Peel de 1844 fue una imposición dogmática de políticos teóricos sobre un Banco de Inglaterra reacio y pragmático.

Se nos ha dicho que Sir Robert Peel, obsesionado con la Escuela Monetaria, quiso limitar el poder de emitir dinero poniendo la regla de establecer un coeficiente del 100% para los billetes, con el supuesto error de que al no exigir también un 100% para los depósitos a la vista, los bancos pudieron seguir emitiendo medios fiduciarios, de modo que siguieron apareciendo los ciclos económicos y las crisis. Con esto, la Escuela Monetaria ya desprestigiada, cayó en desgracia.

Sin embargo, J. K. Horsefield nos cuentan una historia muy diferente. La ley que definió la banca central moderna no fue una camisa de fuerza para limitar el poder del banco, más bien al contrario. No fue una equivocación inocente de políticos alejados de la realidad, sino una estrategia deliberada cocinada en los despachos del propio Gobernador del Banco para amasar el máximo poder posible.

La llamada vino desde adentro

La evidencia es contundente. El 2 de febrero de 1844, meses antes de que la ley se debatiera en el Parlamento, el Gobernador del Banco, William Cotton, y su Adjunto, J.B. Heath, enviaron a Peel un memorándum confidencial.

Lejos de resistirse a la regulación, este documento interno contenía ya casi todas las características esenciales de lo que sería la Ley de Peel: la prohibición de nuevos bancos de emisión, la división del Banco en dos departamentos y la limitación estricta de la emisión de billetes. Peel no tuvo que inventar el sistema; sus supuestas "víctimas" le entregaron el plano.

El fracaso de la discreción

¿Por qué un banco pediría que le cortaran las alas?

La respuesta es el miedo nacido del fracaso. Durante la década de 1830, el banco intentó gestionar la moneda mediante la "Regla de Palmer", un mecanismo que pretendía mantener fijos los valores y dejar fluctuar las reservas de oro.

El sistema colapsó estrepitosamente en las crisis de 1836 y 1839. El banco descubrió por las malas que no podía controlar la moneda mientras sus propios departamentos mezclaban la emisión de billetes con la gestión de depósitos bancarios. La humillación fue tal que tuvieron que pedir préstamos de emergencia al Banco de Francia para evitar la quiebra.

Acorralados por la crítica pública y su propia incompetencia técnica para gestionar un sistema mixto, los directores del banco optaron por la solución radical: la separación de funciones, idea elaborada en 1824 por David Ricardo. Si no podían gestionar el riesgo mediante la discreción humana, crearían una "máquina" legal que lo hiciera por ellos.

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Un monopolio disfrazado de restricción

La Ley de 1844 no solo fue un escudo, sino también un arma. El diseño propuesto por Cotton y Heath aseguraba que el Banco de Inglaterra se convirtiera en el único emisor sustancial de billetes, eliminando la competencia de los bancos rurales.

Incluso la famosa cifra de £14 millones para la emisión fiduciaria (billetes sin respaldo de oro) no fue un número mágico impuesto por el Parlamento, sino que derivaba de los propios cálculos del Banco sobre su capital y sus necesidades mínimas operativas.

Conclusión

La Ley de Peel debe ser reevaluada. No fue el triunfo de la teoría económica sobre la práctica bancaria, sino el resultado de la cordial cooperación del banco. Lejos de ser víctimas de un error, los banqueros de la época diseñaron la herramienta perfecta para seguir creando dinero de la nada, garantizándose, de paso, el monopolio del dinero que perdura hasta la actualidad.

Seguiremos hablando sobre este tema en próximas reflexiones.

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