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Resulta muy fácil culpar al capitalismo de todos los males, pero nada más lejos de la realidad. Es a la inversa: el Estado es el culpable y, como buen actor, desvía las culpas al sistema capitalista que tanta riqueza y bienestar nos ha dado.
Respecto a la Gran Depresión de 1929, se nos dice que fue culpa del capitalismo salvaje, del consumismo exacerbado y de los «felices años 20». La narrativa oficial sostiene que, como no había regulación, todo se fue al traste; por tanto, en este supuesto sistema depredador en el que vivimos, necesitaríamos un Estado fuerte que nos proteja y regule todo lo que pueda.
Esto es falso. Lo que sucedió fue que, por primera vez en la historia de Estados Unidos, se intervino activamente en una crisis. En lugar de no hacer nada —que es lo que el laissez-faire dicta durante las recesiones para permitir el reajuste—, se mantuvieron los salarios artificialmente altos, se ejecutó un enorme programa de gasto público en infraestructuras y se otorgaron cuantiosas subvenciones a diversas industrias, como la agrícola.
Sobra decir que, unos años antes, se había creado la Reserva Federal (FED), ese sistema de cartelización bancaria tan ansiado por los JP Morgan y los Rockefeller, entre otros. Esta criatura y su carácter inflacionario fue la principal responsable de la Gran Depresión. También sobra decir que, de no ser por la FED, Estados Unidos no podría haberse implicado de tal manera en la Primera Guerra Mundial financiando el conflicto con inflación.
Pero cuando se habla de la Gran Depresión o del Crack del 29, nunca se menciona la crisis que hubo poco antes: la de 1920.
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En ese año se produjo una caída de la producción industrial de casi el doble que en la crisis de 2008, llegando el paro al 15 %. Los precios se desplomaron vertiginosamente, a un ritmo mayor que en la Gran Depresión, y el Dow Jones cayó casi hasta la mitad.
Parece claro que la situación era grave. Los beneficios cayeron drásticamente; las empresas fueron liquidadas y absorbidas en una ola de quiebras sucesivas.
Sin embargo, todo se revirtió rápidamente. En agosto de 1921 se empezó a crecer de nuevo tras soportar la depresión, y en la primavera de 1923 ya se habían alcanzado máximos de producción industrial, habiendo incluso escasez de mano de obra en algunas industrias.
¿Qué hizo el gobierno para obrar este milagro? NADA.
Bueno, en realidad hizo algo: se recortó el gasto público. El presupuesto federal se redujo de 18.500 millones de dólares a 3.700 millones, y la deuda pública bajó de 26.000 a 22.300 millones.
Y es que, por muchos datos que nos dé la historia, aquellos que no tienen una teoría correcta nunca aceptarán los hechos. Basándose en la acción humana, resulta claro que una depresión no se puede curar imprimiendo más dinero de la nada; solo se puede curar devolviéndole a la gente la mayor autonomía posible para que la carga impositiva y burocrática del Estado pase del sector improductivo al productivo, al que genera riqueza.
De modo que, cuando los estatistas os hablen de la Gran Depresión de 1929 y de que el capitalismo falla, vosotros habladles de la olvidada Depresión de 1921.
Para curar una depresión no hay que hacer nada, salvo una cosa…
¡CAPITALISMO, AHORRO y TRABAJO DURU!
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